Waterford Single Farm Origin SHEESTOWN Irish Single Malt Whisky Edition 1.2
WATERFORD
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Ah, Waterford Single Farm Origin Sheestown, uno de esos whiskies irlandeses que tienen algo más que ofrecer que el típico aguardiente barato que toman los infelices. Este Sheestown, en su edición 1.2, con sus 50% de pura maldad embotellada, no es para los tibios. Si esperás algo suavecito, una caricia alcohólica para pasar la noche, te equivocaste de botella. Esto es un golpe de realidad en cada sorbo, y hoy te lo voy a desgranar por partes, porque el whisky, como la vida, se aprecia más en fragmentos, no en ilusiones completas.
Desde el primer contacto con la copa, ya te das cuenta de que no estás lidiando con una pavada. Te viene un golpazo de cebada bien fresca, de esas que recuerdan al campo, pero sin el aroma asqueroso a vaca mojada que uno detesta. No, esto es limpio, natural. Hay un perfume floral escondido detrás, como si alguien hubiera arrojado un ramo de flores al fuego. El toque mineral se asoma tímidamente, como esa piedra mojada después de la lluvia, y una ligera presencia de frutas verdes —manzana verde, peras crujientes— que te hace pensar que, si la naturaleza tuviera buen gusto, así debería oler.
Ah, la verdad llega con el primer trago. Oleada de cebada, pero esta vez tostada, como si te hubieras sentado al lado de una chimenea y hubieras mordido un pan casero aún caliente. Hay una sensación untuosa, casi aceitosa, que envuelve la boca y te recuerda que esto no es agua de cañería, como el vodka que toman los gilipollas. Acá, la madera aparece, suave pero firme, sin robarse el espectáculo. Se siente también una nota dulce, que podría ser malvavisco quemado, o quizás caramelo oscuro, de esos que te arrancan una sonrisa antes de pegarte en el paladar. El toque de especias está ahí: pimienta blanca y jengibre, para que no te olvides que tenés algo potente en la copa. Y todo esto, con esa graduación del 50%, te acaricia... no, mejor dicho, te abofetea con cariño.
Acá es donde se demuestra si un whisky es un campeón o un charlatán. Este Sheestown 1.2 no afloja. El final es largo, persistente. Queda un rastro de fruta horneada —manzanas al horno con un poco de canela—, pero también una nota cerealosa, como si alguien hubiera dejado galletas de avena recién hechas sobre la mesa. La madera y la tierra se quedan pegadas al paladar, mientras ese alcohol bien integrado te recuerda que todavía estás vivo, aunque en el fondo lo único que querés es otra copa para olvidar la miseria general. La sequedad final limpia la boca, pero no demasiado, lo suficiente para que sigas pensando en todo lo que acaba de pasar.
En resumen, este whisky es una bofetada de buen gusto en una sociedad llena de gilipollas que creen que tomar un destilado es chupar vodka barato. Sheestown 1.2 no tiene piedad ni necesidad de impresionar a los imbéciles, simplemente es. Y si no lo entendés, problema tuyo.